La caída de Altazor

10.11.2024

Altazor, de Vicente Huidobro


I. Salto

Altazor ¿por qué perdiste tu primera serenidad?


Caer implica siempre un impulso precedente, un dejarse llevar o una pulsión violenta que arremete y causa el impacto definitivo: caída ya sí inevitable, inasible, como Alicia, caída que es declive. Voluntad de caer, no solo caer sin más, voluntad y sin embargo dolor irrefutable en el querer caer, denuedo tan fiero y a la vez irreversible. Tomar el paracaídas y, como Zaratustra, hundirse en la raíz, en la tierra.

Tengo que bajar de las alturas, como tú lo haces a la noche, cuando te hundes debajo del mar llevando luz incluso al mundo subterráneo, ¡oh astro pletórico! Tengo que hundirme en mi ocaso, como tú. […] Lo que puede amarse en el hombre es el ser tránsito y hundimiento. Amo a los que no saben vivir sino encaminados al hundimiento, pues son los que cruzan al abismo. (Así habló Zaratustra, F. Nietzsche)

En el capítulo De las transformaciones (Así habló Zaratustra), Nietzsche concibe la celebérrima alegoría del desierto, protagonizada por el camello, el león y el niño. En el desierto, el camello, «espíritu sufrido», vive bajo el yugo de los valores preestablecidos, con el peso de los preceptos opresivos. El ser humano nace también en un desierto, siendo camello, mas no se encuentra escrito en el destino de muchos permanecer siempre en este estado, antes al contrario, algunos deben sufrir otra transformación, la del camello al león. El león es destructor por antonomasia, emisor primero del «¡No!» que lo delata, negador acérrimo de todo lo establecido, rechazo y dolor inmenso. El león es paso necesario, mas la negación no es superación. Porque el fin último es salir del desierto a través de la creación, por ello «siempre destruye quien ha de ser un creador»; el león debe aspirar a la siguiente transformación: la del niño. El niño es renacimiento, creación, amanecer constante, superación de la destrucción, del «¡No!» ya transformado en «¡Sí!» –sí a la vida–; es Liberación, ¡Oh! sí liberación de todo / De la propia memoria que nos posee (vv. 290 y 291, I).

Conquistar libertad, y un santo ¡no! incluso ante el deber: para esto, hermanos, hace falta el león. […] Es el niño inocencia y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que echa a girar espontáneamente, un movimiento inicial, un santo decir ¡sí! Para el juego de la creación, hermanos, se requiere un santo decir ¡sí! El espíritu quiere hacer ahora su propia voluntad, perdido para el mundo, se conquista ahora su propio mundo. (Así habló Zaratustra, F. Nietzsche)

El león encarna el desasosiego absoluto, el sufrimiento angustioso: «¡Qué sabe del amor –escribe Nietzsche– quien no ha tenido que despreciar precisamente lo que amaba!». En este contexto situamos el salto en paracaídas de nuestro protagonista, Altazor, recién camello y sin embargo ya tan león, animal metafísico cargado de congojas (v. 373, I). Altazor se halla en un estado de incertidumbre, todo él ansia, anhelo del porvenir y sumisión a lo pretérito simultáneamente, tortura del desdoblamiento, crisis.

La muerte se acerca. Vamos cayendo, cayendo de nuestro zenit a nuestro nadir (Prefacio); Altazor cae con su paracaídas, dimensión sideral, caída no obstante doliente, no obstante hacia abajo, hacia el inicio primero, paraíso perdido. Ese es su sino: Adentro de ti mismo, fuera de ti mismo, caerás del zenit al nadir porque ese es tu destino, tu miserable destino. Y mientras de más alto caigas, más alto será el rebote, más larga tu duración en la memoria de la piedra (Prefacio). «Donde tuvo su origen, allí es preciso que retorne en su caída, de acuerdo con las determinaciones del destino», dice Anaximandro, y hacia allí va directo Altazor, león todo él, perdido, encerrado en la jaula de su destino (v. 84, I).

El Canto I encarna la herida de Altazor, desdoblado entre el pasado y el porvenir. Lo pasado se torna grito y desesperación hacia el nuevo Altazor, melancolía del renacer, ambos en conflicto en plena metamorfosis. La primera voz es aflicción, grieta: Estás perdido Altazor / Solo en medio del universo / Solo (vv. 9-11, I) / […] ¿En dónde estás Altazor? (v. 13, I) / […] Altazor morirás (v. 20, I); mientras que la segunda voz, aunque confusa, se halla ya impregnada de la intuición del caer: Déjate caer sin parar tu caída sin miedo al fondo de la sombra / Sin miedo al enigma de ti mismo (vv. 28 y 29, I) / […] Cae / Cae eternamente / Cae al fondo del infinito / Cae al fondo del tiempo / Cae al fondo de ti mismo / Cae lo más bajo que se pueda caer (vv. 33-38, I).

Soy yo Altazor el doble de mí mismo (v. 23, I), clama Altazor, tan agustiniano en su pugna. Si San Agustín observaba perplejo entre su yo del ayer y su yo encaminado hacia la Verdad, esto es, Dios, Altazor será testigo también del desgarramiento inevitable. «El individuo, para serlo, necesita renacer, ser de nuevo engendrado», escribe María Zambrano (Confesión: género literario y método), y añade: «San Agustín y su singular manera de comportarse frente a la verdad: su creencia de que solamente descubriéndose a sí mismo se llega al descubrimiento de la verdad»; Altazor, en su caída estética, reconoce y se reconoce también en la necesidad de la muerte que es a la vez un volverse hacia uno mismo, hacia la semilla, un eterno viajar en los adentros de sí mismo (v. 197, I). Hombre, poeta, mago (Prefacio), en ese orden: no solo porque el poeta sea comunión de hombre y mago, sino también porque a todo mago y, sobre todo, a todo poeta, le precede el hombre. El viaje de Altazor es, pues, tanto estético como metafísico, no solo del hombre individual, sino también del hombre por antonomasia, Mártir en letras capitales.

El anhelo es otro leitmotiv en Altazor, tan nietzscheano. «Amo a los hombres del gran desprecio, pues son los hombres de la gran reverencia y flechas de anhelo de alcanzar la otra orilla», escribe Nietzsche, y así lo voceará Altazor: Soy yo Altazor el del ansia infinita (v. 128, I) o Nostalgia de ser barro y piedra o dios (v. 493, I). Más tarde, ya en el canto V, identificaremos a El arquero arcaico (v. 626, V) en el campo inexplorado. En el Canto I vive una lucha polifónica mientras cae y aún no comprende totalmente la naturaleza de su anhelo: ¿Por qué soy prisionero de esta trágica busca? (v. 315, I). Es la incertidumbre propia del león:

Sufro me revuelco en la angustia (v. 320, I) / […] Soy una orquesta trágica / Un concepto trágico / Soy trágico como los versos que punzan en las sienes y no pueden salir (vv. 338-340, I) / […] Soy la voz del hombre que resuena en los cielos / Que reniega y maldice / Y pide cuentas de por qué y para qué (vv. 354-356, I) / […] Solo quiero saber por qué / Por qué / Por qué / Soy protesta y araño el infinito con mis garras / Y grito y gimo con miserables gritos oceánicos (vv. 400-404, I) / […] Sangra la herida de las últimas creencias (v. 445, I) / […] Hablo porque soy protesta insulto y mueca de dolor (v. 513, I).

Esta cascada de punzadas crea al antipoeta (v. 370) quien, tras el martirio de su proceso –os daré un poema lleno de corazón / En el cual me despedazaré por todos lados (vv. 573 y 574, I)–, es capaz de vislumbrar con lucidez los primeros atisbos de la creación y su silencio –Todo es nuevo cuando se mira con ojos nuevos (v. 543, I)– y su incipiente vitalismo: Agotemos la vida en la vida (v. 185, I). La poesía del antipoeta es diferente, su lenguaje es otro (v. 600, I), es música de espíritu (v. 605, I), música que hace pensar en el crecimiento de los árboles (v. 607, I), esto es, en la creación y en el renacer. Altazor, ya habitante de su destino (v. 661, I), poseedor de la llave del naufragio (v. 303, I), asume su misión, la caída ya con los brazos abiertos, la caída ya total, dispuesto por entero a ser fénix, dispuesto por completo a entregarse y a recibir al Amor.


II. Amor

Ay, amor.

Es lo más que puedo decir.

MARÍA ZAMBRANO


Destrucción, y después, el silencio, y después… Después el Amor. Amor que es punto de partida y punto de llegada, eterno retorno desde y hacia Ella –De ti salgo siempre, siempre / tengo que volver a ti, escribe Pedro Salinas (La voz a ti debida) –, Venus, mujer que encarna en el Canto II al Amor.

«Dondequiera que ella estuviera, allí se hallaba el Paraíso», reza el epitafio de Eva que escribió Mark Twain, y así lo intuye Altazor, quien, solo y en plena caída, comprende que no puede continuar su viaje sin la presencia del Amor, pues solo a través de Ella es posible y tiene lugar la creación: no existe nada más creacionista que el Amor. Resignifica así la tradición poética amorosa, adentrándose en una nueva óptica: escribir al Amor, sí, pero, sobre todo, escribir desde el Amor, pues es la palabra primera «forma de amor ella misma», como escribe María Zambrano. Un viaje hacia la semilla del lenguaje no es posible sin el baluarte del Amor (v. 80, II). Para Altazor es imprescindible que en su flecha de anhelo vaya asida el Amor, pues en todo lo primigenio habita Ella –con tu nombre sensible desde antes en mi pecho (v. 94, II)–; con razón escribía Nietzsche que «amamos la vida no porque estemos acostumbrados a vivir, sino porque estamos acostumbrados a amar». En el juego creacionista de Altazor estará siempre la impronta del Amor, nacida en todos los sitios donde pongo los ojos (v. 140, II).

Estás atada al ruiseñor de las lunas / Que tiene un ritual sagrado en la garganta (vv. 65 y 66), susurra Altazor, ya todo él imbuido de la esencia amorosa de la creación y su trino. Solo queda "hundirse en el querer", donde el amor inventa su infinito, y no ser más que el puro / anhelo de empezarse / otra vez, como escribe Pedro Salinas. Y si Salinas entregaba su voz a su amada, Altazor posee la voz del Amor, esa voz tuya para toda defensa / esa voz que sale de ti en latidos de corazón / esa voz en que cae la eternidad (vv. 87-89, II).

La musa colma de valentía al amante, le otorga las fuerzas necesarias para continuar con su periplo. Sin ella no tenía sentido proseguir la caída, y así ya lo manifiesta Altazor: ¿Qué sería la vida si no hubieras nacido? (v. 91, II) / […] Si tú murieras (v. 167, II) / […] ¿Qué sería del universo? (v. 170, II). Amor que es también amor fati, afirmación certera, que no solo aceptación, de la caída y su destino –caer de un cielo, y ser demonio en pena, / y de serlo jamás arrepentirse, como escribe Lope. Es el sentir que anticipa ya la afirmación vital, el juego: Esa sonrisa como un estandarte al frente de tu vida (v. 164, II).


III. Rizoma

Un desarrollo unilateral se da

como máximo en un principio;

posteriormente todo tiende al centro.

C. G. JUNG


Tras el caer vertical comienza el girar, rito espiral que tiende al centro: la semilla, semilla de claro de bosque hacia el que se dirige ya hechizado Altazor. En el mismo momento en el que, tras la herida, asume el amuleto amoroso y su destino, comienza en él una actitud lúdica que irá explorando, fruto de la embriaguez del caer. Como C. G. Jung, quien afirmaba no haber perdido nunca «el sentimiento de algo que vive y permanece bajo el eterno cambio. […] El rizoma permanece» (Recuerdos, sueños, pensamientos), también Altazor, con su bramante de intuiciones, tan explorador, se adentra en la caída rizomática, el campo inexplorado.

A partir del canto III, reconocemos una nueva voz: Romper las ligaduras de las venas / Los lazos de la respiración y las cadenas (vv. 1 y 2, III) / […] Romped romped tantas cadenas (v. 14, III) / […] Cortad todas las amarras (v. 19, III); es un Altazor dispuesto a dar el paso final o, si se prefiere, el primer paso necesario, la primera piedra del porvenir: el entierro de la poesía. Porque muerto el hombre, debe morir el poeta para dar a luz al vate ancestral. El silencio que atisbaba Altazor tras la destrucción es ahora indicio estético, porque El juego es juego y no plegaria infatigable (v. 59, III) y por ello es preciso matar al poeta que nos tiene saturados (v. 50, III). Hay demasiada poesía (v. 55, III), demasiado fragor que oculta tras de sí el silencio ancestral que late en todo creador, silencio que precede a toda concepción –calma y después tormenta–: Y todo lo que dice es por él inventado (v. 48, III). Hay que enterrar la poesía que satura, desprenderse de ella, para que nazca la nueva poesía, porque Otra cosa otra cosa buscamos (v. 66, III).

Silencio y Amor: juego. Un Altazor renovado, que transita por el silencio pleno de amor: juego. Y como Lázaro –Levántate y anda (v. 128, III)–, resucitar. Resucitar para y por vivir en mayúsculas: fuegos de risa (v. 130, III), carcajadas (v. 125, III), una bella locura (v. 137, III), vértigo sí (v. 136, III), cataclismo en la gramática (v. 127, III). Canto a la vida y al juego que ya son lo mismo: Vive vive (v. 133, III) y puesto que debemos vivir y no nos suicidamos / mientras vivamos juguemos (vv. 142 y 143, III). Y es que el juego es, como escribe Huizinga, «más viejo que la cultura», pues esta se desarrolla, sobre todo en sus fases arcaicas, «en el juego y como juego» (Homo ludens). Sobre lo lúdico y lo poético apuntará Huizinga que

la cultura, en sus formas primarias, tiene algo de lúdica, es decir, que se desarrolla en las formas y con el ánimo de un juego. [...] La poesía, en su función original como factor de la cultura primitiva, nace en el juego y como juego. Es un juego sagrado. [...] Se halla más allá de lo serio, en aquel recinto, más antiguo, donde habitan el niño, el animal, el salvaje y el vidente, en el campo del sueño, del encanto, de la embriaguez y de la risa. Para comprender la poesía hay que ser capaz de aniñarse el alma, de investirse el alma del niño como una camisa mágica y de preferir su sabiduría. […] Para jugar de verdad, el hombre, mientras juega, tiene que convertirse en niño. (Homo ludens, J. Huizinga)

Retorno al niño nietzscheano que juega: este es el viaje de Altazor. Un juego supralógico, irracional, esencia misma del carácter lúdico, como escribe Huizinga. Y más allá, mucho más allá: la libertad propia del jugador, paso deliberado, voluntar de caer para poder regresar y poetizar. Caída que se aproxima al enigma y al misterio, frenetismo, y, ahora sí, la seguridad de que No hay tiempo que perder (v. 1, IV). Ya no existen las ataduras que refrenaban la caída, Altazor discurre por la dimensión de la disolución lingüística, tiempo sin tiempo y espacio sin espacio, horizonte creacionista: Darse prisa darse prisa / Están prontas las semillas / Esperando una orden para florecer (vv. 246-248, IV). Y si en el Canto I prevalecía la confusión dolorosa del león, ahora participamos de la trasmutación de su sentido: Estoy perdido (v. 305, IV), repetirá Altazor, perdición que, esta vez, en la caída rizomática, se presenta como una necesidad insoslayable, pérdida de las coordenadas exploradas, renacer en cada segundo, el olvido del niño.

Lo infinito reclama a Altazor –La eternidad quiere vencer / Y por lo tanto no hay tiempo que perder (vv. 309 y 310, IV)–, quien encarna los versos –ecos– de Borges: Siento un poco de vértigo. / No estoy acostumbrado a la eternidad. (The Cloisters). Y, a lo lejos, el ya intuido, el ya revelado pájaro tralalí, cuyo trino guía a Altazor hacia el claro del bosque: Hay un espacio despoblado / Que es preciso poblar / De miradas con semillas abiertas / De voces bajadas de la eternidad / De juegos nocturnos y aerolitos de violín (vv. 10-14, V). Él, Altazor, que en el inicio de su viaje cayó de naufragio en naufragio de horizonte en horizonte (v. 52, V), juega como atleta verbal y observa cómo crece todo a su alrededor. Ya ha superado, por fin, la gran herida de la ruptura, y festeja y canta y baila y ríe incesante mientras abraza su destino. Su mirar es ya un crear –como ya anticipaba–: cada tiempo tiene insinuación distinta (v. 224, V) / […] Todo es variable en el mirar sencillo (v. 228, V), crear infinito y múltiple, ser todas las cosas –ser pájaro y gorjeo, ser aire árbol y rosal– y ser Altazor, el renacido: Y he aquí que ahora me diluyo en múltiples cosas (v. 503, V) / […] Mío mío es todo el infinito (v. 538, V). Callaos que voy a cantar (v. 536, V), grita osado Altazor, y canta, como la ranchera –Sigo siendo el rey. / Una piedra en el camino / me enseñó que mi destino / era rodar y rodar–: Yo soy el rey (vv. 580, V); y comprende mejor esas primeras intuiciones del primer caer, en el Canto I: Rodar rodar rotas las antenas en medio del espacio (v. 200, I), evocación del rodar espontáneo del niño nietzscheano.

Ya está llegando Altazor a la semilla, apoteosis, y regresa también esa lengua nadadora (v. 143, VI) que tanto ansiaba al inicio, a saber, Creé la lengua de la boca que los hombres desviaron de su rol, haciéndola aprender a hablar… a ella, ella, la bella nadadora, desviada para siempre de su rol acuático y puramente acariciador (Prefacio). Aeronauta (v. 153, VI) de su porvenir, ya eternauta (v. 31, VII), retorna a la raíz primigenia, al claro del bosque, paraíso recobrado, trino imperecedero. «La música constituye la manifestación más pura y más alta de la facultas ludendis del hombre», escribía Huizinga, por ello escucha Altazor la música primigenia, voz coral junto al cantar de las aves, en su juego de niño naciente. Ya profetizaba en el Canto III la pura palabra y nada más (v. 145, III) / […] Un ritual de vocablos sin sombra (v. 148, III) / […] Rumor aliento de frase sin palabra (v. 160, III) y vive ahora la revelación, como escribía María Zambrano, de la

palabra, palabras no destinadas […] al sacrificio de la comunicación. […] Palabras de comunión. […] La palabra inicial. […] Cada una, sin mengua de su ser, es también las demás, y ninguna es propiamente otra. […] Cada una es todas, toda la palabra. […] Las palabras de verdad. […] Saltan diáfanamente, promesa de un orden sin sintaxis, de una unidad sin síntesis, aboliendo todo el relacionar, rompiendo la concatenación a veces. Suspendidas, hacedoras de plenitud, aunque sea en un suspiro. Mas se las conoce porque saltan sobre todo. Parece que vayan a brotar del pasmo del inocente, del asombro del amor y sus aledaños, formas de amor ellas mismas. Y es al amor al que siempre le faltan. (Claros del bosque, María Zambrano)

«Formas de amor ellas mismas», eterno retorno: creacionismo, amor. Es la palabra sentida como palabra y nada más, como insistía Jakobson; «la palabra del bosque, un aletear del sentido, un balbuceo también», «la palabra que permanece inviolada en el delirio, por arrollador que sea, de quien, teniéndola, entra a delirar sin fin», continúa María, cuya reminiscencia nos sobreviene ante el Ai a i ai a i i i i o ia (v. 66, VII): «palabras de verdad y en verdad, […] revelación, poesía, metafísica, o ellas simplemente, ellas». Descubre Altazor el anuncio arcano, el límite del lenguaje que no es otro que el místico –Mi alma se ha empleado, / y todo mi caudal, en su servicio; / ya no guardo ganado, / ni ya tengo otro oficio, / que ya solo en amar es mi ejercicio, escribe San Juan de la Cruz–, cuna de misterio, éxtasis. Altazor ha aprehendido y comprendido que la poesía –como escribía Borges– / vuelve como la aurora y el ocaso.

El futuro de Altazor es fecundo, mas impredecible. Quizá su sino sea, como Zaratustra o Robinson, regresar de su imperio, aunque suponga una nueva caída –¿Robinson por qué volviste de tu isla? (v. 530, I) / […] ¿Robinson cómo es posible que volvieras de tu isla? (v. 536, I). O acaso sea la semilla, la preciada semilla que guarda en su interior, secreto ignito, la certeza de su porvenir.

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