Borges: entre lo uno y lo diverso

11.04.2025

Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca 

Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.

Jorge Luis Borges, Le régret d´Héraclite


Multiplicas mundos cuando tu propio mundo 

debería bastar para llenar millones de vidas.

Mircea Cărtărescu, Solenoide


Uno de los más recurrentes motivos de la obra borgeana es la tensión permanente entre lo uno y lo diverso o, en otras palabras, entre la posibilidad de serlo todo -en un plano intelectual, lector, escritor- y su aparente incompatibilidad con la singularidad, la vida concreta que nos ha tocado vivir, en este hic et nunc. Si bien por una parte Borges, lector insaciable ante todo, presenta esta dualidad a menudo como algo irresoluble o inconciliable, no es menos cierto que sus reflexiones sobre este tema muestran una sobriedad habitual en su obra propia del que ha asumido, aceptado e identificado esta condición en sí mismo. Es importante matizarlo, pues no debemos conformarnos con la idea fácil y superficial que muchos han asumido como certera: la supuesta infelicidad que confesaba en su poema El remordimiento (He cometido el peor de los pecados / Que un hombre puede cometer. No he sido / Feliz), como si un hombre no viviese en una sola vida tanto el mayor infierno como el más hermoso paraíso. Borges, como muchos o como todos, sufrió, padeció y muchas veces no supo ser feliz; sin embargo, como pocos, supo verse desde la distancia necesaria del escritor, cuya máxima responsabilidad es desprender de su dolor la objetivación para transcenderlo, aunque sea de manera inmanente. Sus conflictos vitales supo retratarlos como el que se sabe poco importante y a la vez todos los hombres. Con su obra quiso dar símbolos, arquetipos, y no desdicha.

        En uno de sus más célebres cuentos, El inmortal, Borges presenta a un personaje que llega a la Ciudad de los Inmortales y se convierte en uno de ellos. Tras siglos y siglos de vivirlo y serlo todo, el protagonista, desesperado, trata de volver a su condición mortal, no sin antes reflexionar sobre lo que ha vivido y sentido junto a otros inmortales: 

Todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy. [...] Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal.

        Al igual que Aquiles decidió salir del gineceo donde ejercía cómodamente la inmortalidad para vivir una vida mortal, la única en la que es posible la felicidad y la gloria, y así cumplir con sus destino, de la misma forma el protagonista de El inmortal asume que vivirlo y serlo todo es no ser nada. Y esta dialéctica la presenta también Borges en Borges y yo, un escrito explícitamente más personal:

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.

         El escritor, especialmente si es consciente de la necesidad de una simbolización y abstracción a partir de su experiencia y conocimiento, realiza un sacrificio de su propia singularidad. Pero no solo el escritor. Cualquier persona puede rendirse ante la universalidad, abandonarse a la repetición, a las promesas de la Biblioteca, y perder su diferencia, perder, como escribe Borges, esa fragua, esa luna y esa tarde (Ewigkeit). Sin embargo, el maestro Borges sí conoció la felicidad y, ante todo, comprendió que la vida es «una interesante aventura» con la que «estamos comprometidos». Por ello construyó una obra en la que este conflicto toma un papel principal, junto a otros temas como el simulacro o el olvido, no solo para mostrar su irrecusable realidad, sino, sobre todo, para demostrar que tal vez, a veces, sí que es posible conciliar ambas vidas o, al menos, que hay que luchar siempre por ello, lo que queda demostrado en su propia actitud vital. Una lección aprendida por Borges, una lección que regaló por siempre a sus lectores y a la historia de la literatura universal.

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